Sara Jaramillo tenía un sueño recurrente: un revólver le apuntaba para matarla. Cada noche se despertaba antes de que la bala le impactara. Nunca alcanzó a morir. Empezó a soñar eso después de que unos sicarios asesinaron a su padre en Medellín, en 1991, uno de los peores años de la violencia colombiana. Sara tenía once años cuando eso pasó. Siguió su vida al lado de su madre y sus cuatro hermanos, tres de ellos menores. Siguió la vida como pudo hacerlo cuando algo así sucede, sin darse cuenta de los pedazos que le iban quedando adentro. Quería ser escritora y en una de las clases del máster de creación literaria que fue a hacer a Madrid comenzó a narrar lo que vivió con su padre. Para ella fue extraño porque era un tema del que nunca había escrito. Pero no solo se dio cuenta de que su historia llamaba la atención entre sus profesores y compañeros, sino que sintió que le hacía bien escribir, que lo necesitaba.Esos ejercicios de clase fueron el origen de Cómo maté a mi padre, un libro conmovedor en el que deja ver cómo un acto violento cambia el destino de una familia. Es la historia del dolor que genera una muerte, a través de la mirada de una niña que vio que su padre nunca volvió a casa luego de despedirse una mañana haciéndole muecas graciosas. En Colombia el libro lo edita Angosta; en España –donde causó interés en varias editoriales– acaba de ser publicado por Lumen.

¿Qué pasó con el sueño que la perseguía? ¿Desapareció después de escribir el libro?
El libro salió hace seis meses y hace seis meses que no tengo ese tipo de sueños. Creo que haber hablado del tema, haberlo soltado, me ayudó a sanar. Agradezco haber hecho ese esfuerzo porque, si bien fue tan triste, tan doloroso, tan solitario, hoy puedo hablar de lo que pasó sin la aprehensión que sentía. En mi casa no se tocaba el tema. Muchas de las cosas que narro no se las había contado ni a mis amigos. Mucha gente, por ejemplo, se enteró de la muerte de uno de mis hermanos por el libro. Era muy reservada. Pensaba que tenía el asunto solucionado, pero me di cuenta de que lo tenía escondido.

Narrarlo desde la voz de niña es emocionante y doloroso. Ver cómo la permeaba ese ambiente de violencia, cómo en el colegio tuvo que aprender qué cosas debía hacer en caso de una bomba, por ejemplo.
Nos tocó una época horrible. Poco después de que pasó lo de mi papá hubo una tormenta muy fuerte y se dañó la instalación eléctrica en la finca donde vivíamos. Cayó un trueno y yo pensé que nos habían puesto una bomba. Recuerdo que estaba en mi cama haciendo todo lo que nos habían enseñado en caso de que eso pasara: abrir mucho la boca para que no se te explotara el tímpano, reducirte a tu mínima expresión. Es muy triste que a un niño le tengan que enseñar eso. Porque si te lo enseñan, uno como niño qué dice: es normal que pongan bombas. Toda esa generación creció pensando que eran normales un montón de cosas que no lo son.

En el caso de mi papá no hubo capturados ni investigación. En 1991 murió una cantidad absurda de personas en Medellín, y es como si no hubiera pasado

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De hecho usted sentía que podían matar a su papá. En el libro hay una escena en la que la familia entera va en el carro y unos hombres en moto, armados, los persiguen y usted piensa que eso va a pasar.
Yo sí lo sentía, pero aun así me negaba a creer que esas cosas nos pudieran suceder a nosotros. Como que era algo que veía en la televisión. Ese imaginario del sicario y la moto estaba presente, pero no lo pensaba para nosotros. Cuando uno es niño cree que solo se mueren los viejitos. Y a pesar de tener esas campanadas ahí, tan cerquita, no me imaginé que me pudiera pasar. Mi primer contacto con la muerte fue con la de mi papá. A mí no se me había muerto nadie. A los once años descubrí que la gente sí se muere, que no hay que estar viejito para que eso pase. Y me empezó un miedo irracional a que se muriera alguien más. Vivía obsesionada con que eso le pasara a mi mamá. Es triste cargar con esa preocupación desde tan chiquito y ser consciente de que las personas están hoy en tu vida, pero pueden salir a trabajar y no volver. Y que no hay consecuencias cuando eso pasa. En el caso de mi papá no hubo capturados ni investigación. En 1991 murió una cantidad absurda de personas en Medellín, y es como si no hubiera pasado.

En el libro no da el nombre de su padre. ¿Por qué?
No, porque de alguna manera quería reflejar precisamente que en esa época no importaban los nombres, solo eran cifras. Mi papá es mi papá y tiene valor para mí. El mensaje que me quedó fue ese: me importa a mí. Nadie más se preocupó por saber cómo habíamos quedado, si íbamos a tener con qué vivir. Uno queda muy solo con su tragedia. La gente empieza a pensar que uno retomó su vida porque lo ven normal, yendo al colegio, haciendo su mejor esfuerzo para que no se note que las cosas están tan desencajadas. Y llega un punto en que ese muerto no le interesa sino a uno. El resto de la humanidad se olvida. Y eso tiene una carga simbólica muy grande: que la persona existe mientras haya alguien que la recuerde. Cada uno es responsable de recordar a sus muertos.

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Hay un tema con el que entra en conflicto: Dios. La fe que tenía de niña y que abandonó. ¿Cómo vivió eso?
Mis padres eran católicos. Al principio del libro cuento el día en que íbamos a visitar el templo del Señor Caído, en Girardota. Mi papá le tenía fe y seguramente quería ir a verlo porque intuía que estaba muy amenazado. Él no era de misa frecuente, pero en la casa la religión sí tenía cierta importancia. Yo estudié en colegio de monjas y fui muy religiosa en ese tiempo. Creí en Dios, iba a misa. Digamos que mi transición hacia el otro lado ocurrió cuando entré a la universidad. Empecé a preguntarme cosas y a no encontrar respuestas. El tema de la religión simplemente dejó de estar en mi vida, se fue diluyendo y ya no le veo ningún sentido. A mi mamá y a mis hermanos les pasó algo similar.

Los niños de esa época ya crecimos y hoy somos los responsables de hablar de lo que pasó en nuestras casas. Cómo nos afectó y nos jodió la vida.

Es interesante cómo el libro permite ver de qué manera una tragedia como la que vivieron deja consecuencias en toda la familia, primero silenciosas, pero que terminan por explotar y pueden ser devastadoras.
De hecho eso era lo que yo más buscaba reflejar. Porque el tema de la violencia en Medellín, durante esa época, ya se ha contado mucho. Hay series, películas, libros que hablan de eso, pero todos narrados desde el mismo punto de vista, el del sicario, los mafiosos. No sé por qué a la gente le gusta tanto esa historia desde ese lugar. Yo nunca he visto ni una película ni una serie de esas. Es un tema que me duele. Y tenía claro que mi historia no quería contarla así, sino desde el lado de la familia. Los niños de esa época ya crecimos y hoy somos los responsables de hablar de lo que pasó en nuestras casas. Cómo nos afectó y nos jodió la vida. Pienso que la descomposición del país viene en parte de esos traumas que cargamos, de esos muertos que llevamos encima, de las historias dolorosas que nos ha tocado vivir. Me impresiona que no haya más relatos narrados desde la vida privada de las familias. Mira, el día del lanzamiento del libro hicimos la cuenta por encima y, entre unas setenta personas que había, a diez o doce también les habían matado a su papá. Eso es mucho.

Y las viudas que ha dejado la violencia. Un personaje central en su libro es precisamente su madre, que quedó con cinco hijos pequeños, en busca de fuerzas para continuar.
Medellín está lleno de esas mamás a las que les tocó hacerse fuertes porque no tenían otra opción. Mi mamá no era así, a ella le tocó volverse así. Era una chica común y corriente, de vida muy cómoda, no le preocupaba nada, salvo sus cinco hijos, y de un momento a otro le cambiaron las reglas del juego. En un segundo. Cuando cumplí 40 años, el año pasado, estábamos celebrando y no me acuerdo de qué me quejé y mi mamá se quedó mirándome y me dijo: “¿Usted se está quejando de qué? Yo a los 40 ya estaba viuda y con cinco hijos”. No me imagino enfrentar una vida con esa carga, ni qué espíritu se necesita para salir adelante como ella decidió, haciéndose la fuerte. El caso de mi mamá es el mismo de muchas otras viudas de la violencia de esa época.

¿Qué lecturas acompañaron la escritura del libro?
Las tengo muy claras porque me dieron muchas claves. En ese tiempo estaba leyendo Ordesa, de Manuel Vilas, que es la historia de sus padres fallecidos; un libro lleno de fragmentos, algunos chiquiticos, que en apariencia pueden ser insignificantes pero que se quedan dándote vueltas en la cabeza; otro fue El año del pensamiento mágico, de Joan Didion. A ella se le murió su marido y en ese libro narra su duelo. Me identifiqué mucho porque me pasaban cosas similares: eso de que siempre estaba fantaseando con que iba a sonar el timbre y era él. Para mí era algo muy familiar porque cada vez que sonaba el teléfono yo decía: es mi papá que estaba de viaje y ya volvió. Y uno sabe que está muerto: yo lo vi muerto, lo enterré, pero siempre pensaba que iba a volver. Y el tercero fue Ojos azules, de Toni Morrison, una historia contada desde el punto de vista de tres niñas, con su ingenuidad. Ese libro me pareció precioso porque tiene una mezcla que me gusta mucho, de dulzura y crudeza. Y pensé que quería un narrador así.

Al final termina diciéndole a su padre que ya no lo quiere tener presente, ni pensar en él. ¿Quería romper esa memoria?
Romper con lo trágico. Con la rabia, el dolor, el peso tan grande que cargaba. Hoy la memoria y la relación que tengo con él y con ese episodio es más dulce. Porque lo que siento es que, si bien un sicario lo mató y está pudriéndose en la tierra, yo lo volví a matar metafóricamente, pero lo dejé en un libro. A raíz de eso la sensación ya no es tan trágica ni dolorosa. El lugar al que el sicario lo llevó me perturbaba mucho por lo que cuento en el libro, porque nunca pudimos volver al cementerio, porque me angustiaba que su tumba estuviera llena de maleza. Hoy siento que lo dejé en otra parte. Ya me olvidé del cementerio, me fui de la maleza, eso ya no me importa. Mi papá hoy está en este libro. Yo lo puse ahí. Y no se me ocurre que haya un mejor lugar para vivir.

MARÍA PAULINA ORTIZ